El sentimiento de frustración que otorga cumplir un papel dentro de la sociedad debe ser una cuestión recurrente para todos aquellos que intenten detenerse un poco a reflexionar. Estamos acostumbrados a esto desde que nacemos. Mejor dicho, nos acostumbran a esto desde que nacemos. Nuestros sistemas de educación -pondría de (des)educación, pero no sería nada original- son un disparo certero a la razón. La van dejando fuera de combate gradualmente, haciendo de los egresados académicos meros instrumentos productivos, cual si fueran máquinas, que no tienen permitido cuestionar nada.
A este hecho se suma que quienes acuden a la universidad, en su gran mayoría, son personas de clase media, a las cuales cuestionar no les parece algo que sea necesario hacer, ya que ellos se encuentran relativamente bien, con todas sus necesidades satisfechas y el sistema no los golpea prácticamente en ningún flanco. Probablemente esta situación se acreciente en carreras largas (donde se hace más difícil el cursado por personas que pretendan trabajar mientras estudian) y se note menos en grandes universidades, como pueden ser en las de Buenos Aires, donde la enorme cantidad de gente que concurre da lugar, aunque en proporciones muy diferentes, a una visión de gran parte de los estratos sociales.
Desde la infancia empiezan a desarticular nuestra capacidad intelectual, nos imponen el deseo de tener un título universitario, de recibirnos y de obtener un buen empleo (a mayor sueldo mejor empleo), comprar una casa en algún “barrio bien”, tener un auto, formar una familia, tener un perro y un televisor grande. Con eso llenan el horizonte mental de la mayoría de la clase media universitaria. Las neuronas empiezan a negarse a hacer su trabajo si a eso le sumamos música basura, cine basura, literatura basura (dudo al poner esto último, ya que pocos estudiantes universitarios se han cruzado en su vida con un libro) y todo lo que nos ofrece el mercado para que las clases medias consumamos, devoremos. Agreguemos también a los grupos de pares -ya que los estudiantes no suelen socializar con personas de otras clases sociales, y menos si son más bajas-, que hacen que se potencie esa sucesión de deseos que mencioné anteriormente. Esta sucesión de deseos no es otra cosa que el deseo de ascenso, de consumo. Quiero creer que son deseos impuestos, que no son inherentes al ser humano.
Como no frustrarse rodeado de una sociedad así. Que dejan la razón de la que tanto alarde hacen en la mesita de luz, bien cajoneada, antes de salir a enfrentar cada día. Además, esta situación se profundiza, ya que parece que todo aquel que va ascendiendo económicamente empieza a desdeñar al que tiene menos, tal vez porque le hace ver las penurias que le podrían acaecer, tal vez porque teme caer. Tal vez porque puede llegar a perder su poder de consumo, que lo diferencia del pobre, del indigente. Tal vez porque de esta manera se nos enseñó y así lo aceptamos. Así, van(o, por que no, vamos) entrando en esta escalera de la frivolidad, de la discriminación, de la mediocridad. No tienen las riquezas para ser de clase alta, no tienen ningún saber más allá de lo académico, no tienen la dignidad y solidaridad que puede alcanzarse en ciertos casos en clases bajas. Sólo poseen su poder de consumo. Y este poder de consumo los sumerge en un caudaloso río que no les permite tomar una pausa para reflexionar.
El mundo se restringe a esto, y todo aquello que amenace sus valores recibirá su implacable desdén. Para ello se ha creado un interesante concepto, “La Seguridad ”. La Seguridad es la encargada de velar que estos Valores, con mayúscula, no sean depuestos por otros valores, con minúscula. Es, como decía cierto filósofo alemán, la garantía del egoísmo.
La llegada a la Universidad , que personalmente me traía ciertas esperanzas, vino de la mano con una profunda decepción. Tal vez parte de la culpa es mía, por haber decidido estudiar Ingeniería, la cual, junto al Derecho es uno de los caballitos de batalla del sistema. De haber elegido una carrera humanística, social, probablemente la situación sería distinta. En ese caso, quizá sería despreciado por el ego de muchos de mis actuales compañeros, ya que creen estar en la cima de la pirámide de la inteligencia, pero sin duda en las charlas con mis nuevos colegas tal vez se podría hablar de cuestiones más esenciales que la compra de ropa en los ratos libres. O tal vez no, realmente ya no lo sé. La vida nos va haciendo de a poco perder la esperanza. Durante la secundaria protestaba continuamente contra mis compañeros que se la pasaban hablando de lo que veían en televisión, con la esperanza de que cuando llegue a la universidad la cuestión cambiaría. Para nada, ahora me la paso discutiendo con gente que tiene las mismas costumbres.
Tal vez el problema reside en que algunos creíamos en la Universidad por el papel que marcó en la segunda mitad del siglo pasado. Tanto Papá cuéntame otra vez nos fundó esperanzas que no tenían razón de ser. La distancia que separa a las universidades de aquél mayo del ‘68 con las actuales es abismal. Por supuesto, siempre existen salvedades, y tal vez es un error mío demandar una actitud crítica hacia la sociedad a una universidad de ingeniería, de economía o a una de derecho. Estas son las carreras predilectas para insertarse sin roces en el sistema de producción actual. Las carreras humanísticas son desprestigiadas constantemente y se ponen innumerables trabas ante estas. “¿Vas a estudiar filosofía? ¿Y de qué pensás laburar?” Donde dice filosofía se podría poner historia, sociología, trabajo social y muchas más. Eso sí, lo que seguro no se podría poner es Ingeniería, Derecho, Economía.
La época dorada de la universidad, aquella donde los estudiantes tenían un pensamiento crítico; donde luchaban contra la imposición de la cultura de masas, de la sociedad de consumo; donde se embanderaban en la resistencia pacífica; donde marchaban junto a los obreros, ha sido absorbida en gran medida por eso contra lo que luchaban. Hoy los estudiantes cayeron en la sociedad de consumo, aceptaron este sistema, se conformaron con mantener su bienestar, aceitaron su inserción, perdieron la batalla. Es increíble como en todo lo que nos ofrecen, dígase educación, entretenimiento, trabajo, etcétera se van colimando todas las críticas, se van persuadiendo las disconformidades, se van imponiendo día a día políticas que hacen que no cuestionemos. En todos lados se ve esta influencia. ¿Cómo luchar contra algo así? Que probabilidad hay de que, siendo un tipo nacido en la clase media, no entremos a ser un engranaje más de esta sociedad de consumo, con ideas impuestas por la televisión, con nuestros educadores martillándonos la cabeza durante años, con el vértigo que nos imponen para no pensar en nada más que en todas esas metas que uno debe cumplir para adquirir ese status quo necesario. Y en caso que estemos dentro de esta pequeña porción que escapó a la magia del mercado, ¿qué alternativas tenemos? ¿Nos convertimos en unos nihilistas, constantemente frustrados e indignados, que no hacemos más que insultar a la sociedad? ¿Realizamos alguna tarea solidaria como para sentir que estamos haciendo algo útil?
Sin duda esto último calmará el infortunio, tanto interior como exterior. Interiormente seremos presa de una alegría profunda, de saber que a pesar del sacrificio, la lucha por los demás nos da la certeza de estar transitando por un camino trascendental. Confraternizar con el sector de la humanidad más vilipendiado nos hará caer en cuentas de lo que es la realidad; tal vez eso haga desaparecer toda la superfluidad en la que nos sumergieron desde niños para continuar insertos en esta sociedad. Si una vez que alguien toma consciencia de cómo vive el otro, el excluido, aquél al que todo han robado, y a pesar de esto sigue feliz en la burbuja del consumo y la frivolidad la única razón que se puede dar es que se está en presencia de un reverendo hijo de puta. Pero quiero creer que éstos son los menos, quiero creer que el desprecio que se da a las clases más humildes es producto de haber sido permeables al discurso televisivo que pretende que creamos que la inseguridad o la violencia corresponden a una clase social determinada, y que no fue la sociedad en general la que comenzó la violencia al no darles oportunidad alguna; que nos han ido convenciendo que el chico que está limpiando los vidrios en los semáforos es un delincuente en potencia, que afea la ciudad, que en países serios eso no pasa (sino pasa es porque los garantes de nuestro egoísmo, la policía, la bendita seguridad, se encargó de alejarlos también de los “sectores bien” de nuestra ciudad). Tal vez sí, muchos creen que es así, pero espero que sea por no haber hecho uso de eso que nos han ido despojando, el pensamiento crítico.
Con la deshumanización de las grandes víctimas, “los violentos”, “los ladrones”, “los asesinos”, “los drogadictos”, logran en gran medida generar ese aborrecimiento hacia este sector desamparado. Muchas veces directamente se los ignora. Son un pozo en el camino al que hay que tratar de esquivar. Incluso peor que esto. No es raro escuchar personas que se quejen del estado de las calles (menos en mi caso, que actualmente resido en Paraná, donde debe haber habido una lluvia de meteoritos hace un tiempo porque las calles son un colador). Muchos paranaenses defienden la belleza de su ciudad, la variedad de cosas que ofrece, la belleza del microcentro. El problema urgente a resolver en la ciudad son los pozos. Vemos que incluso los pozos atraen mayor atención que las villas miserias. No escuche a nadie decir que el problema de Paraná es la cantidad de gente que en barrios (inclusive cercanos al centro) vive en condiciones más, mucho más, que precarias. Leía en una entrevista realizada a Hugo García, un psicólogo social que trabaja en un proyecto “Situación en calle”, en la que decía: “Uno de los proyectos que teníamos hasta el año pasado era trabajar en la comunidad la vulnerabilidad social. Trabajábamos en el Volcadero, en el Humito con los niños. Hay una cantidad de barrios de los que los paranaenses no tienen conciencia en las condiciones en las que se vive, a veces nos pasa como a los porteños que se les acaba el país en la General Paz , a nosotros en el micro centro. Y el Volcadero está a diez cuadras del centro”. Pero no, para el ciudadano de clase media esos barrios no son más que un montón de cuadras desordenadas en Google Maps. El problema de Paraná son los pozos. Y no es que quienes opinen así sean reverendos, como el señor hipotético del que hablamos antes, sino que no toman conciencia de esto. No es un problema a resolver porque tal vez nunca nadie se los planteó, o cuando se habló de este sector quienes lo hicieron fueron los medios.
El comportamiento egoísta, que se va generando a medida que se van escalando posiciones económicas, que se tiene cada vez más y más, debería ser más débil que el sentimiento de solidaridad hacia el otro. Es el amor a una cosa contra el amor a la vida. El tema es que nadie lo pone en estos términos, se oculta la vida del otro sector. Al despojársele de humanidad, el hecho de rechazarlos deja de tener que ver con la vida. En términos drásticos, la contienda pasa a ser el amor a una cosa contra el amor a la delincuencia. O simplemente, en el caso más usual que es la indiferencia, pasa a ser el amor a una cosa contra nada. Pero creo que si en realidad se tomara conciencia de esto, si se viera en el prójimo a una persona desconocida, a la que le ha tocado tener un pasaje por esta vida con numerosas adversidades, si se cayera en la cuenta de que además del mundo sensible en que nos movemos, existe otro mundo suprasensible (para nosotros) en el que habitan seres humanos que deben enfrentar a la vida todos los días, para volver golpeados a sus casas y muchas veces no tener que comer, si lográramos empatizar con ellos, seguramente dejaríamos de ver el sentido de nuestras vidas en continuar con nuestro consumo.
Osvaldo Bayer ha hablado al respecto de esto con esa fuerza con la que suele hacerlo. Osvaldo es un destino a seguir, puede arrancarnos de la desesperanza y la impotencia para animarnos a seguir hablando de cosas imposibles, ya que de lo posible se sabe demasiado, a seguir creyendo en la utopía. En unos textos sobre Elisabeth Käsemann, una joven socióloga alemana que trabajaba en las villas miserias y en los establecimientos fabriles en nuestro país y que fue asesinada por la dictadura militar por solidarizar con un país desconocido en el que halló personas desamparadas que a pesar de hablar otro idioma y pertenecer a otra clase social, para ella (a diferencia de para muchos otros) seguían siendo personas, escribe Osvaldo Bayer:
«La alegría interior es hija de la seguridad que da la lucha por los demás, sacrificarse por lo humano. El ver en el prójimo al compañero de un destino desconocido con quien podríamos llegar a descubrir qué criaturas somos y de dónde hemos salido.
»En todos los que luchan hay miedo, hay desesperanza, se plantea el pesimismo de la realidad diaria. Pero en el fondo de cada luchador existe la seguridad que da el saberse en el camino justo, en el único camino de nuestra salvación como seres humanos. La verdadera alegría no es la victoria, sino la lucha en sí.
»Elisabeth escribió a sus padres desde la Argentina : “vosotros allá no hacéis nada por la miseria de aquí. Poseéis tanto y aquí no poseen nada”. Cuando escribió esta frase desesperada debe haber sentido alegría en lo íntimo de su ser, como Rosa (Luxemburgo) en la prisión. La alegría de poseer la felicidad de sentir cuál es el motivo final de nuestra vida pasajera. Krupp utilizó esa vida efímera para fabricar armas. El mariscal Von der Goltz la usó para concebir su teoría de la seguridad armada. Otros la utilizan sólo para lograr privilegios y consumir. Hay quienes estudian medicina en las universidades para terminar sirviendo a carceleros y torturadores.
»Los argentinos que vivimos en el exilio en suelo alemán no podemos menos que expresar nuestro desconcierto ante esta tumba: esta joven mujer alemana dio su vida por nuestro pueblo. Y eso nos obliga. Nos sentimos responsables por esa muerte. Fueron oscuras figuras de verdugos argentinos uniformados quienes abrieron las rosas mortales en su lozano y bello cuerpo. Esa fue la hospitalidad que se le ofreció a la sensible viajera, que en su equipaje nos trajo las ideas del generoso y desprendido movimiento estudiantil del Berlín del ’68. »
Ahora gran cantidad de estudiantes no tienen ni remota idea que pasó a fines de la década del ’60 en las universidades, al menos en mi facultad. Para no finalizar este escrito con comentarios pesimistas, soñemos con que la situación se vaya revirtiendo, que de a poco se vaya adquiriendo conciencia social, que veamos que hay cosas más importantes que pueden hacer que nos salgamos de nuestro preconcebido plan igual al de todos aquellos que poseen un pasar económico bueno, que antes de comprar la casa, el televisor y el auto veamos que en vez de continuar ascendiendo en la escalera de la frivolidad, podemos realmente ser una buena persona. Y para los que ya nos hemos planteado eso, hay que pensar que además de decir, deberíamos comenzar a hacer. No habrá mayor homenaje que este para todos aquellos que, como Elisabeth, Agustín Tosco, Klaus Zieschank, “Pocho” Lepratti, por nombrar sólo algunos, y tantas otras personas anónimas, dieron su vida por causas que muchos creen perdidas.
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Agustín Tosco: fue un dirigente sindical argentino de una honestidad sin límites, que tras su participación en el Cordobazo acabó preso. Murió perseguido por el sector derechista del peronismo, la Triple A , de una encefalitis bacteriana. Es uno de los más grandes luchadores cordobeses, quién marchó al frente denunciando los crímenes de la dictadura y nunca transó con el sindicalismo burócrata.
Canción de los Olimareños que aparece en el documental Tosco, Grito de Piedra
Canción de Jauría:
León Gieco compuso una canción en homenaje a este personaje tan lleno de coraje civil, solidaridad y altruismo.